Lo sabía. Desde que nombré a Christopher, aquel escocés
feo, simpático y encantador que, de repente, saltaba del asiento y se ponía a
cantar y a representar cómicamente escenas del Don Giovanni de Mozart, sabía que visitaríamos Escocia. ¿Con quién?
Había varias posibilidades: entre ellas, he optado en esta ocasión por un
médico que durante un breve período ejerció como cirujano naval, aunque no
tardó en cambiar el bisturí por los pinceles.
John Duncan Fergusson, Dieppe,
14 de julio de 1905
John Duncan Fergusson no solo abandonó el bisturí:
también dejó Edimburgo para instalarse en París, donde podía abrir sus ojos y
su paleta a ese mundo más allá del academicismo que nacía en esos años en el
continente. Le cautivó el impresionismo, en primer lugar, pero más tarde fueron
los colores del fauvismo los que le inundaron. Antes había recibido la huella
de otro gran artista británico: James Abott McNeil Whistler.
James Abbott McNeill
Whistler, Nocturno en negro y oro. Cohete cayendo
James Abbott McNeill
Whistler, Nocturno. Puente de Battersea
Cuando hablamos de Whistler, vimos cómo
probablemente Claude Monet había visitado su estudio en los años setenta del
siglo XIX y cómo, sin duda, conocía su obra. Bien, pues en uno de esos
intercambios tan fructíferos que, como en la vida, se dan en el arte, a la
influencia de Whistler sobre Fergusson se sumó la de Monet.
Claude Monet, Puente de Charing Cross. Niebla en el
Támesis
John Duncan
Fergusson, Trocadero
Veamos algunas de las obras de esos primeros años artísticos
de nuestro escocés, cuando la pincelada de Whistler se deshacía en los lienzos
de Fergusson, imbuidos también de resonancias impresionistas.
John Duncan Fergusson, París nocturno
John Duncan Fergusson, Ante un café de París
John Duncan Fergusson, Banco de Escocia en Princes Street Gardens
John Duncan Fergusson, Calle nocturna
Fergusson
viajó por numerosos países, entre ellos Marruecos y España.
John Duncan Fergusson, El Grao, Valencia
John Duncan Fergusson, Cassis
Fergusson forma parte de los llamados coloristas escoceses, junto a Samuel J.
Peploe, George Leslie Hunter y F.C.B. Cadell. En realidad, solo empezaron a
recibir ese nombre a partir de 1948,
a raíz de una exposición conjunta en Glasgow. Bien, ¿queréis
ver cómo el color, los colores, van derramándose en la obra de John?
John Duncan Fergusson, Bosque oscuro
John Duncan Fergusson, Royan
También se advierten cambios en el modo de
estructurar el espacio pictórico: unos cambios a los que no son ajenas las
obras de Paul Cézanne y Henri Matisse. Este último, como Pablo Picasso, formaba
parte de los amigos con los que solía reunirse Fergusson.
John Duncan Fergusson, Barcas
John Duncan Fergusson, La lámpara azul
En el caso de este paisaje, ¿no notáis cierto aire
de familia con algunas obras de Edvard Munch?
John Duncan Fergusson, Rocas y bahía
John Duncan Fergusson, El sombrero azul, Closerie des Lilas
Son muy interesantes los distintos modos de
retratar los rostros y su evolución a lo largo de los años. Los tres primeros
que vemos a continuación datan de 1909-1910; el cuarto, de 1916, y el último…
esperad, luego veremos este quinto retrato, porque tengo que deciros algo sobre él. O, más bien, sobre ella: la persona retratada.
John Duncan Fergusson, El velo persa
John Duncan Fergusson, Hortensia
John Duncan Fergusson, Equilibrio
Este es uno de los retratos que Fergusson realizó
de su esposa, Margaret Morris. Su fecha es 1928, cuando la pareja, tras pasar
unos años en Londres, se instaló en París.
John Duncan Fergusson, Las ramas (Margaret Morris)
Los aficionados a la danza habréis reconocido de
inmediato el nombre de Margaret Morris: bailarina, coreógrafa y también
pintora. Margaret, seguidora de Isadora Duncan, fundó diversos movimientos
relacionados con la danza: entre ellos, dos Ballets
Nacionales de Escocia, uno en Glasgow y el otro en Pitlochry.
En los años treinta, Fergusson recoge en sus lienzos diversos
paisajes franceses.
John Duncan Fergusson, Dinard
John Duncan Fergusson, Dinard
En 1939,
Fergusson y Morris se trasladaron a Glasgow, donde permanecieron el resto de
sus vidas. Tiempos de guerra. La serie de submarinos y barcos de Fergusson no
data, sin embargo, de este conflicto bélico, sino del anterior. Tristes
guerras.
John Duncan Fergusson, Submarino azul en el puerto de Portsmouth
John Duncan Fergusson, Destructor
André
Dunoyer de Segonzac escribió sobre Fergusson: “Su arte es una expresión
profunda y pura de su inmenso amor por la vida”. La vida, esa cosa tan extraña.
Sí, soñar que
yo soy al mismo tiempo y separadamente, sin confusión, el hombre y la mujer en
un paseo que este hombre y esta mujer dan a la orilla del río. (Fernando
Pessoa)
Albert Marquet, La
ribera
Y ser el río,
ser puente, ser orilla –una orilla y la opuesta-, ser agua en movimiento. Ser
relato. Porque así entiendo el río: como una narración, a veces un diálogo con
las voces distintas de los árboles o el susurro de su reflejo.
Paul Cézanne, Casa
junto al Marne
Albert Bierstadt, Tormenta aproximándose al río Hudson
Pero el río discurre, hila las frases que
configuran el cuento, ¿quizás novela? ¿No se habla acaso de novelas río para
designar aquellas que conforman un ciclo a través de varios volúmenes? Ya
sabéis, La comedia humana, En busca del tiempo perdido y tantas
otras. Pero no es a eso a lo que me refiero cuando digo que el río cuenta
historias.
Marianne von Werefkin, El río Prerow
Albert Marquet, Bote
en el Sena
¿Aludo acaso a los relatos de las personas que
podemos hallar en su ribera: pescadores, lavanderas, bañistas, navegantes? ¿O a esa
mujer y ese hombre que pasean a la orilla del río y que son, al mismo tiempo y
por separado, Pessoa? ¿Ese hombre, esa mujer, ese poeta, ese río que eres tú,
que soy yo, que todos somos?
André Derain, El
Sena
Martín Rico y Ortega, Lavanderas
No, tampoco se trata de eso, aunque sin duda lo que
pueda contarnos cada una de estas personas tendrá interés.
Hace unos días
vinieron dos amables cristaleras a casa para hacer una reparación: una de ellas
nos habló de las lavanderas que, antiguamente, salían de las casas a las cinco
de la mañana para hacer la colada. “Pero estaría aún oscuro”, decía a las
ancianas. “Sí, pero llevábamos un farolito para alumbrar el camino: si no
llegabas pronto, perdías tu sitio”. ¿Imagináis la charla de esas mujeres
mientras lavaban o mientras recorrían juntas el camino?
Paul Gauguin, Lavanderas
en Roubine du Roi
Franz Marc, Lavandera
con un niño
El pescador, en cambio, hablará poco. Atrae su
silencio, su paciencia. No me veréis nunca, sin embargo, con una caña de pescar
en las manos: no solo por inquietud y afán de movimiento, sino por los peces.
Paul Serusier, Pescador
en el rio Laita
Pierre-Auguste Renoir, Remeros
Narrar… Quién mejor que Guy de Maupassant para adoptar la voz del Sena y
relatarnos las andanzas de los remeros. “¡Ah! ¡Río hermoso, tranquilo,
variado y apestoso, lleno de espejismos e inmundicias!”, escribe en Mosca. Recuerdos de un remero. El Sena
discurre a través de muchas páginas de este escritor que también practicó el
remo y a quien Gustave Flaubert recriminaba de este modo: “Piense en cosas
serias… ¡Demasiado remo! ¡Demasiado ejercicio! ¡Demasiadas putas!”.
Maurice de Vlaminck, El río
Raoul Dufy, Remeros
Pierre-Auguste Renoir, El almuerzo de los remeros
Pierre-Auguste
Renoir nos muestra a estos hombres del río luciendo músculos en un alegre y
famoso almuerzo que todos recordáis. Su hijo, Jean Renoir, se inspiró en el
relato de Maupassant Une partie de
campagne para rodar en 1936 la película titulada del mismo modo: otra delicia de
Renoir llena de referencias pictóricas.
Jean Renoir, Une
partie de campagne
Georges Seurat, Bañistas
en Asnières
Las aguas del río convocan a los bañistas. Las
aguas limpias, se entiende. ¿Las del río Asnières, por ejemplo? Parecen
cristalinas, ¿verdad? Pero… un momento. ¿Qué son esos edificios que se ven al
fondo, las chimeneas que expelen un humo oscuro? ¿No parecen fábricas? Lo son.
El río Asniéres, en cuyas aguas se solazan los bañistas de Seurat, estaba
contaminado ya en las fechas en que este pintó el cuadro. Él lo sabe: nos lo
está diciendo en esta y otras obras ambientadas a orillas de este río.
Georges Seurat, Asnières
Pero, en realidad, cuando digo que el río habla, que
es relato, no me refiero ni a bañistas ni a pescadores ni a remeros ni a
lavanderas y tampoco a paseantes. ¿Hablo del consuelo que la voz del río, como
la de los árboles o la del mar, ofrece a un corazón que duele? “Cuando algo nos
hiere, volvemos a las orillas de ciertos ríos”, escribe Czeslaw Milosz. Y Pablo
Neruda nos cuenta:
Ramón Gaya, Las
luces de Ponte Vecchio
Yo entré en Florencia. Era / de noche. Temblé escuchando / casi dormido lo que el dulce río / me contaba. Yo no sé / lo que dicen los cuadros ni los libros
(no todos los cuadros ni todos los libros, /
sólo algunos), / pero sé lo que dicen / todos los ríos. / Tienen el mismo idioma que yo tengo.
Ramón Gaya, El
pescador del Arno
¿Hablo de la identificación con el río, como hace
el poeta peruano Javier Heraud en este verso: “Yo soy un río”? ¿O del contraste
entre el manso discurrir de sus aguas y sus cóleras inesperadas? Quienes han
vivido inundaciones cuentan que lo más aterrador, quizás, es el bramar del agua
convertida en bestia: rugir, crujir, ¡romper, arrasar todo a su paso! Retorna,
después, la calma. Nos lo cuenta Rosario Castellanos:
Frits Thaulow, El
agua
Y es aquí cuando más me precipito / Cuando puedo llegar a los corazones,
/ cuando puedo cogerlos por la sangre,
/ cuando puedo mirarlos desde adentro. /
Y mi furia se torna apacible, /y me vuelvo árbol,y me estanco como un árbol, / y me silencio como una piedra, / y callo como una rosa sin espinas.
Frits Thaulow, El
río
Wassily Kandinsky, El río en otoño
No, tampoco aludo al sereno fluir y al arrebato,
aunque ambos forman parte de aquello de lo que hablo: las frases habitadas,
vivas, en movimiento, que configuran la narración. El caudal de cada una de las
historias, sus rápidos, los meandros que a veces dibuja su trazado, los
sedimentos, la erosión, sus voces, las voces de los ríos, las voces del relato.
Leemos el río, lo escribimos. Nos sumergimos en la palabra, fresca o cálida: la
navegamos. El texto fluye ante nosotros. Somos el río, la narración. Somos.
Albert Marquet, El
río Marne
El pan y la sangre cantaban
con la voz nocturna del agua.
(Pablo Neruda)
Carl Moll, El
río
Ser de río sin peces, esto he
sido. Y revestida voy de espuma y hielo.