martes, 8 de agosto de 2017

Cada verano tiene su milagro





"Yo también tuve un verano y me quemé en su nombre"
(Antonio Porchia)




Hubo veranos tan dilatados que en ellos cabía hasta el milagro.
Los recuerdo asidos de la mano, fundidos de año en año en un solo verano: imposible saber cuándo, por poco y como juego, quemamos la casa, o cuál fue el año en que se apareció la Virgen sobre el algarrobo.

Nicolas de Stäel, El sol

Adónde irá esa gente, nos preguntamos al ver nuestra calle, de normal solitaria, animada de pasos y de voces. ¡Se apareció la Virgen!, nos explicó alguien. Agradecimos la noticia y, ya entre nosotros, dijimos: qué fastidio, tuvo que aparecerse cerca de donde vivimos.
Ahí mi hermano puso su cara de pensar, que era cuando se le achicaban aún más los ojos, y propuso:

— Podríamos vender refrescos.
Desechamos la idea, sin que el espíritu emprendedor del pequeño negociante menguase ante nuestro rechazo como hacían sus ojos cuando ponía cara de pensar.
— O estampas piadosas —añadió.

Petrona Viera, Pueblo

Salió a la calle, adelantó a la carrera a la pía comitiva y, al cabo, volvió muy contento. Ante nuestras preguntas, un tanto burlonas, de si había visto a la Virgen, repuso:
— No, pero he visto el algarrobo.
Tomó la caja de rotuladores y su libreta de dibujo, donde empezó a ensayar variaciones sobre el tema de la Virgen encaramada a un algarrobo.

Carlo Levi, Algarrobo



— Conozco ese algarrobo: es el que está camino de casa de Mariano —comenté, más familiarizada con los árboles y las rutas de nuestros veranos que con las Vírgenes.
— Vamos —dijo mi tía, tomándome de la mano.
— ¿Adónde?
— A ver a la Virgen.
— Yo te llevo al algarrobo, tía: que haya Virgen o no, no te lo puedo asegurar.
Mi hermano soltó el rotulador y vino con nosotras. Y allá fuimos los tres, junto al resto de curiosos, devotos, incrédulos, divertidos veraneantes, a mirar el algarrobo con la cara de quienes no han visto en su vida un algarrobo.
El nuestro, aquel que estaba camino de casa de Mariano y había elegido la Virgen para aparecerse, estaba tan castigado por los años que había cobrado el aspecto escultórico de viejo árbol gruñón. ¿Humilde? No: altivo, mutilado, retorcido, caprichoso, escéptico y ahora observado con atención por los peregrinos, casi adorado. De la Virgen, ni rastro, pero bastaba el árbol que le había servido de peana para denotar su ausencia.


Carlo Levi, Algarrobo

— A lo mejor no era la Virgen: pudo ser un extraterrestre —sugirió un niño gordito que, con su comentario, ganó de inmediato mi simpatía.
— Digo yo que entre la Virgen y un marciano se distingue —discrepó un señor.
— ¿Pero quién vio a la Virgen? —preguntó alguien, y ahí empezó el coro de “eso, quién, quién la vio”.
— La niña.
Los adultos desviaron del árbol sus miradas hambrientas para escrutarnos a las niñas que nos hallábamos allí. Debía de tener yo la pinta de ser capaz de ver a la Virgen sobre un algarrobo, porque algunas de esas miradas se detuvieron en mi rostro, de modo que negué con la cabeza y me amparé en la corpulenta figura de mi tía.
— Esa niña —dijo una señora, y todos miramos a la niña, que asintió con altanera modestia. Mi hermano y yo cruzamos de inmediato una mirada de entendimiento.
La niña, flaquita y con cara de ardilla, destacaba por su aseo entre el resto de los chiquillos que habíamos acudido con nuestros pantalones cortos, las camisetas y las zapatillas gastadas por el uso, por no hablar de los costrones que lucíamos en las rodillas. La niña a la que se le había aparecido la Virgen parecía un cromo: bien peinada, ataviada con un vestidito sospechosamente limpio y unas sandalias nuevas.

Petrona Viera, Niñas

— ¿Qué te dijo la Virgen? –le preguntó, ansiosa, una señora.
— No me acuerdo.
— Mujer, te tienes que acordar.
— ¿Anunció el Apocalipsis? —preguntó mi hermano, y a mí me costó un poco de esfuerzo contener la risa.
La niña frunció el cejo y le miró, perpleja:
— ¿El qué?
— El Apocalipsis, ya sabes, el fin de los tiempos, la trompeta, los cuatro jinetes…
Mi tía, compadecida ante la expresión de desconcierto de la niña y, tal vez, algo alarmada ante la posibilidad de que a mi hermano se le ocurriese mencionar a la ramera de Babilonia, le dijo “basta” y le apretó el hombro, con fuerza.

Joaquim Mir, Árboles



A mí todo ese asunto comenzaba a aburrirme: la gente que no cesaba de hablar, la niña milagrera, el calor, ese verano inagotable, esa infancia que parecía eterna y lo era y lo fue, en verdad lo fue. Empecé a dar saltitos sobre un pie, luego sobre el otro, me rasqué un brazo, aunque no me picaba, y entonces sucedió.
Tironeé de la mano de mi tía y cuando se inclinó hacia mí, le susurré:
— Es un milagro.
Sus ojos, tan grandes, tan negros y tan bellos, se agrandaron aún más, aún más se embellecieron y su oscuridad se profundizó con el brillo del interés.
— ¿No lo ves, tía?
— ¿Qué debo ver?
— El árbol.
Miró el árbol y las dos lo miramos, sumidas en un silencio que nos aislaba de las voces y de la presencia de las otras gentes, y al fin ella me dijo:
— Tienes razón: es el milagro.
 

Nicolas de Stäel, Paisaje mediterráneo