domingo, 15 de octubre de 2017

Caída libre





Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego,
de silencio ingenuo, de piedras verdes en la casa de la noche,
déjate caer y doler, mi vida.

(Alejandra Pizarnik)


“Mamá, ¿la tita Pili también era bruja?”. Mi madre estalla en carcajadas. “¡Pili bruja!”. Cuando su hilaridad se apacigua, dice: “Ella era la única que no lo era”. “Un momento… ¿Quieres decir que la Yaya y todas las demás…?”. “¡Todas, todas!”, exclama de nuevo entre risas tan fuertes que llegan a arrancarle las lágrimas. Yo me quedo perpleja y no me atrevo a preguntarle a quiénes incluye ese “todas”. Y entonces me acuerdo de aquella noche, tan remota, en la que la estrella tendió sus brazos hacia mí.

Pascal Campion, Noche

Catia Chien, Confort

Dormía a menudo en casa de las Pilares. Pasaba, de hecho, largas temporadas con ellas: creo, incluso, que viví allí durante uno o dos años, cuando era muy pequeña. Sabía –o lo supe más tarde- que se decía que la hermana de la Yaya era bruja: me causó mucho regocijo enterarme de que tenía una bola de cristal con la que realizaba sus modestas hechicerías de barrio popular. Más diversión aún me causó saber que su marido era torero, aunque no había toreado nunca porque como Edgardo, el personaje de Enrique Jardiel Poncela, jamás se levantaba de la cama. Vaya, yo pensaba que mi familia era un poco rara, pero esta otra familia que era también la mía porque nos unían lazos más estrechos que los de la sangre, era más rara aún.

Barbara Issa Wagnerová, Tiempo a pedido

Pascal Campion, Mirando la noche estrellada, detalle
Yo era sonámbula. En casa de las Pilares sentía especial querencia por la mesa del comedor: podía pasar la noche dando vueltas a su alrededor, dormida, si nadie me tomaba de la mano para conducirme a la cama. Pero lo que ocurrió aquella noche fue distinto. Me desperté. Me supe despierta y vi que estaba sola. Recorrí todas las habitaciones de la casa y vi que estaba sola. Sola. Salí al pequeño balcón. Me llamó la atención una estrella resplandeciente cuyo brillo y tamaño parecían aumentar por momentos. “Ven”, dijo la estrella. Oí su voz, muy dulce. “Ven conmigo”, repitió, mientras tendía unos brazos luminosos hacia el balcón. 

Catia Chien, Noche

Me aproximé a la barandilla de hierro, me puse de puntillas, alcé las manos hacia la estrella. “No llego”, dije. “Salta”. Dudé. Ella siguió susurrándome: "ven, salta, ven conmigo". Su tono era persuasivo y desagradablemente empalagoso. 

Catia Chien, El mago

Marion Chombart de Lauwe, La caída de Alicia

Me encontraron al amanecer. Acurrucada en una esquina del balcón, con la cabeza cubierta por mis brazos, lloraba. 

Pascal Campion, Balcón, detalle


Marc Chagall, La caída del ángel
Ícaro y Faetón cayeron por imprudencia, por petulancia, también por el vértigo que les arrastraba hacia la altura. Por rebeldía y orgullo cayeron los ángeles. Yo, tan pequeña –creo que tenía tres o cuatro años- era ya rebelde, testaruda y orgullosa, pero no habría caído desde el balcón de aquella casa antigua por eso, sino porque me habían dejado sola o porque creí que lo habían hecho, y porque me demoré en darme cuenta de que la ternura que me ofrecía aquella estrella no era cierta.
 

Barbara Issa Wagnerová, Título desconocido

Owen Gent, Caer
Hay muchas imágenes de caídas. También referencias literarias. “Déjate caer”, escribe Pizarnik. Y Bukowski, sin aludir a la caída, nos dice:

Si vas a intentarlo, ve hasta el final.

De otra forma ni siquiera comiences.

[…]
Si vas a intentarlo, ve hasta el final.
No hay otro sentimiento como ese.
Estarás a solas con los dioses
y las noches se encenderán con fuego.

Hazlo, hazlo, hazlo.
Hazlo.
Hasta el final,
hasta el final.
 


Sibley Gail, Quizás, el vuelo

Elicia Edijanto, Título desconocido

A veces –quién no lo ha sentido-, el cansancio es tan intenso que apetece dejarse caer, pero no desde un balcón, no desde un acantilado: caer tan solo sobre la hierba de un prado, sobre la arena de la playa. Quedar allí tendido hasta que las fuerzas regresen.


Salvador Dalí, Dalí a la edad de seis años, cuando pensaba que era una chica que elevaba con extrema precaución la piel del mar, para observar un perro que duerme en la sombra del agua

Un acantilado, he escrito: quizás lo he hecho por la leyenda que nos narra el salto de Safo desde la roca de Léucade. Pero mirad, también Paul Auster lo menciona en El palacio de la luna:


Antoine Josse, Salto


“Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último instante, algo me cogió en el aire. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa como para invalidar las leyes de la gravedad".


Marc Chagall, En el trapecio

Sea como lo dice Auster o no, hacedme caso y, si sentís deseos de dejaros caer, hacedlo sobre una superficie acogedora y próxima: arena, hierba, cama… Tened cuidado con el brillo engañoso y la meliflua voz de las estrellas. Hacedme caso, sí, porque no en vano crecí con aquellas mujeres que eran brujas. “¡Todas, todas!”, como dijo mi madre. Todas, menos Pili. 

Carl Spitzweg, Vuelo de brujas