domingo, 7 de enero de 2018

Esa luz conquistada






Pocos saben que, a menudo, nos sangran los dedos a quienes defendemos la alegría. Pocos saben cuánto sabemos del dolor. Pocos entienden nuestro a pesar de todo. No es elegante la alegría, nos dicen. Es vulgar. Es falsa e irritante. Existen, es verdad, alegrías fingidas –y también tristezas-, pero ni unas ni otras cuentan. Hablamos de otra cosa. ¿Recordáis las palabras de Ray Bradbury que cité hace más o menos un año? “Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos”. Creo que la alegría es la fuerza que nos impulsa a recoger esos fragmentos que nos constituyen, la fuerza que los cohesiona, la fuerza que nos hace ser. Una especie de cabezonería, en cierto modo; también, una especie de estructuración dinámica de lo disperso. Solo eso. O nada más y nada menos que eso: como queráis.

Paul Klee, Montaña. Pueblo otoñal

Nada de risas forzadas, por lo tanto; nada de "pensamiento positivo" ni de manuales de autoyuda. Ya veis, tampoco es para enfadarse, ni para lanzar las campanas al vuelo. Hablo de la geometría, de lo múltiple, del movimiento. Hablo de la fuerza, hablo de lo que llamo alegría aunque, a lo mejor, otros entendéis la palabra alegría con un sentido diferente. No importa.

Luis Barragán, Casa Gálvez
 
Ciuco Gutiérrez. El ángel de la bola
Hablo de esto: hacer algo con los fragmentos que nos componen para poder funcionar. Pienso que ese efecto de cohesión no se produce solo en lo individual, sino también en la relación entre los humanos. Me acuerdo, entonces, de las palabras que José Agustín Goytisolo dirigió a Julia:

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones



Antoine Josse, Impaciencia


Carlo Mattioli, La sombra del árbol

“No eres para mí solo”, escribe Pablo Neruda en su Oda a la alegría. De eso se trata. No es solo para mí, ni para ti: ¡aunque al mismo tiempo lo sea! Es también para todos aquellos que nos ayudan con su canción y que, como dice Mario Benedetti, defienden “la alegría como una trinchera”. Juntos, resistimos erguidos. La luz que tú enciendes me ilumina.



Quint Buchholz, Ilustración

Raoul Dufy, Arcos en Vallauris

Pero no está bien visto. Raoul Dufy le criticaron por el júbilo de su pintura, que parecía marcarle con el estigma de la “superficialidad”. Comenté en otra ocasión que esa alegría que le reprochaban no le abandonó ni siquiera cuando su enfermedad comenzó a causarle un gran sufrimiento físico. Otro pintor alegre fue Marc Chagall: alegre y, al mismo tiempo, melancólico, porque una cosa no excluye la otra. Chagall tampoco fue ajeno al dolor, al duelo, a la pena.

Marc Chagall, Trigal en una tarde de verano

Giovanni di Paolo, La creación del mundo, detalle

¿Queréis más ejemplos? Un día, mi madre escuchaba una composición de Antonio Vivaldi. Me preguntó cómo podía haber compuesto una música tan alegre como la que escuchaba en ese momento, a pesar de haber estado muy enfermo desde la niñez. Y entonces pensé en lo que otro gran músico, uno de los más grandes, había escrito en su diario cuando, al regreso de una larga ausencia, se encontró con que su mujer y dos de sus hijos habían muerto: “Dios mío, no dejes que pierda mi alegría”. Ese músico, muchos lo sabréis porque conocéis su historia, era Johann Sebastian Bach.


John W. Shanabrook, Invierno oculto
 
John Baldessari
A Vivaldi, Bach, Dufy, Chagall y tantos otros grandes les sangraron los dedos. Conocieron el dolor. 
Aunque no es preciso seguir el camino que José Hierro nos indica: “Llegué por el dolor a la alegría”. A veces, el dolor nos conduce a otros lugares muy distintos, muy poco deseables.



Antoine Josse, Ilustración


Quint Buchholz, Ilustración
Nosotros, tan pequeños, tan vulgares, nos aferramos también, hasta que nos sangran los dedos, a nuestra pobre, triste, insensata, ramplona, pequeña, denostada, golpeada, indómita alegría. E incluso –por no abandonar aún la voz de Benedetti- la defendemos de la falsa alegría por decreto. Y de la tristeza por decreto. Porque somos, porque queremos ser. Aun en la cuerda floja.


Horacio Spinetto, Venecia


Davide Bonazzi, Ilustración
La alegría es así. Incomprensible. Un a pesar de todo. No es ceguera, no es negación, no es autoengaño. No es dulce, no es blanda. Puede ser feroz. A menudo necesita ser feroz para sobrevivir, para salvarse y salvarnos. “Debemos tener la terquedad de aceptar la alegría en la implacable caldera del mundo”, escribe el poeta estadounidense Jack Gilbert. ¿Terquedad? Creo que de eso sé un poco.

Quint Buchholz, Ilustración


Horacio Spinetto, Nocturno
El caso es que, si hoy escribo esto, es por “culpa” de José Ángel Sánchez Ibáñez (¡qué bueno es tener a alguien a quien echar la culpa!). A través de él me llegó un texto, breve y bello, de Olga Bernad. Es este:

“A pesar del invierno, la niebla, los coches, el ruido, el frío, los debates, el catarro, las tareas pendientes, las horas que se escapan, la gente que se odia, la campaña navideña, los árboles desnudos, las fachadas sucias, los taxistas que pitan, la señora enferma con la que acabo de cruzarme, la chinita triste que atiende el bar hacia el que me dirijo, los dedos casi helados sujetando el cigarro, avanzo por la calle como si llevase un brasero dentro del abrigo. No sé qué haría sin mi corazón. Vivir me gusta. Perdonen la alegría”.



Vinnoth Krishnan, Nocturno

Aunque lo pidamos, a veces no perdonan la alegría. Pero terca y calmadamente la apretamos contra nuestro pecho, como ese verano invencible del que hablaba Albert Camus, y la defendemos como nuestra. De todos. Porque, como él nos recuerda, hay “que guardar intactas dentro de uno mismo una frescura, una fuente de alegría; amar el día que escapa a la injusticia y volver al combate con esa luz conquistada”.

Marc Rothko, Naranja y amarillo

“No dejes que pierda mi alegría”: para seguir siendo, para llegar a ser. Con esa luz conquistada. Con ligereza.